La alfombra de 2006, la más personal e innovadora de todas, representó los siete pecados capitales y sus siete virtudes, con 20 circunferencias enlazadas entre sí
La ocasión lo merecía. La Orotava soplaba ese año las velas de la clausura de su lustro fundacional como Villa. Era 2006, y con motivo de esta efeméride, se convirtió en la capital del mundo del arte efímero acogiendo, el I Congreso Internacional de Alfombras. Por eso, la obra de arena de ese Corpus Christi fue única. No había tapices, ni tampoco cenefas. En su lugar, un complejo enjambre de mandalas representaba los siete pecados capitales y sus siete virtudes. La más personal, innovadora y diferente de todas las alfombras de tierra que se han hecho a lo largo de la historia, enseñó a todo el planeta el bien y el mal. Y lo hizo de forma magistral.
Llevaba en la cabeza de nuestro director, Domingo Jorge González, al menos tres años. Tenía la idea, y a su vez el deseo, de preparar un boceto original y complejo a partes iguales. Una alfombra que representara la dualidad del bien y el mal como nunca antes se había intentado. No le dio tiempo a madurar el proyecto. Llegó el momento perfecto y González aceleró la máquina de crear. El resultado: un tapiz con 20 figuras, en sus respectivas 20 circunferencias, unidas entre sí, donde la gula, la envidia, la generosidad o la humildad, se mostraban al mundo con una desbordante creatividad.
El diseño
Tenía claro que partiría de cuatro premisas: la bondad y la maldad; los siete pecados y sus siete virtudes; un espacio para las obras de los monjes tibetanos y los navajos-invitados al Congreso-; y el tema anual de la iglesia, la familia. Desde ahí, González empezó a tirar del hilo que acabaría confeccionado la obra a la que más cariño le tiene. Dos líneas, una roja y otra verde, separarían la parte inferior, el mal, de la superior, el bien. Desde ahí, los círculos o mandalas iban apareciendo por parejas de pecado-virtud, cuatro de ellas tocándose entre sí y otras tres unificadas por un aro del mismo color. Como si fueran la piezas de un puzzle de arena, todas las figuras estaban perfectamente engrasadas.
La magia del movimiento que iban desarrollando las parejas jugaba con los diferentes tamaños de las circunferencias. Y es que no todas las figuras presentaban la misma dimensión. Había tres círculos mayores, de 6,80 metros de diámetro, que formaban los tapices más importantes de la alfombra: el Padre, el Hijo, y la Virgen María. Pero todavía había espacio para más. Con el afán de que ningún detalle estuviera fuera de lugar, el alfombrista buscó también que la unión de los radios de estas estas dos últimas circunferencias representará un triangulo, el del Espíritu Santo. Otro guiño más.
La obra del bien y el mal fue única también, por incluir por primera vez un desnudo -las figuras de la gula y la lujuria-, por que el tapiz diera la impresión de estar ligeramente inclinado, y por englobar a todas las representaciones de confecciones de arena del mundo. Y es que en esa alfombra, hubo espacio para los mandalas de los monjes tibetanos, que hicieron su espectacular ceremonia en vivo, y para las pinturas sanadoras de los indios navajos de Estados Unidos.
Soberbia, humildad, avaricia, generosidad, lujuria, castidad, ira, paciencia, gula, templanza, envidia, caridad, pereza y diligencia. Siete pecados, siete virtudes. Dos dualidades: el bien y el mal. Pero una sola alfombra para el recuerdo.