Ambrosio Díaz Alonso, conocido como el alfombrista de la casa Brier por su años de dedicación a la confección de la obra de esta familia, fue el sexto director del magno tapiz de la Villa
Se dedicaba a la administración, pero la pasión que sentía por las alfombras de flores traspasaba todos los poros de su piel. Ambrosio Díaz Alonso, conocido como el alfombrista de la Casa Brier, dedicó gran parte de su vida al arte efímero con los pétalos y los brezos, una maestría que ejecutaba como ninguno otro. Su destreza era inalcanzable. Su aportación a esta tradición villera no tenía límites.
Natural de San Juan de la Rambla, donde nació en 1902, se trasladó desde muy joven a La Orotava, por lo que se le puede considerar como un villero más. Empezó a dedicarse al arte muy pronto, consagrándose al dibujo en sus distintas facetas. Pintor, delineante, alfombrista, o creador de ideas. Ambrosio Díaz destacó en todo aquello donde puso su firma.
El buen gusto y la habilidad fueron sus compañeros de carrera artística. Como alfombrista, tuvo un lugar predilecto, la Casa Brier, donde pasó más de 20 años creando tapices para José Brier. Allí, y ayudado por otros grandes maestros como Eufemiano Trujillo y Domingo González, dejó una huella imborrable. Tanta fue su dedicación, maestría y saber en esta obra familiar, que no es extraño que aún hoy en día muchos consideren la alfombra de la casa Brier como la alfombra de Don Ambrosio.
El gran salto
Se subía a las azoteas, se colgaba los prismáticos, y encajaba con perfecta precisión cada detalle de sus creaciones desde las alturas. Así fue como el alfombrista se empezó a ganar el cariño y la admiración, a partes iguales, de los villeros. Varios años realizó también, tapices en la plaza del Teatro, como lo hicieron Norberto Perera o José María Perdigón, ocupando el emblemático lugar de Felipe Machado.
En 1938 dirigió, junto a su gran amigo José María Perdigón, la confección de la enorme alfombra del corazón de La Orotava -la de la plaza del Ayuntamiento-; mientras que dos años más tarde, en 1940, también se pondría al frente del magno tapiz pero esta vez en solitario. Fue el culmen de su carrera. O más bien, el broche perfecto a su desbordante amor por el alfombrismo.
Colabora: Historiador José Manuel Rodríguez Maza